Mare nigrum

Las imágenes del naufragio flotaban en mi cabeza de forma confusa, como un puzzle imposible. Me despertó la brisa, acariciando mi piel con cuidado, con mimo, como si fuera conocedora de mi infortunio. Antes de abrir los ojos, el aroma a mar entró en mi cuerpo; me era familiar, pero había algunos matices nuevos para mí. Cuando intenté incorporarme, note una mano, algo fría, sobre el hombro. Abrí los ojos y la confusión fue aún mayor. No sé qué edad tendría, quizá unos cuarenta. Tranquilo, -me dijo- sin dejar de sonreír. Su piel tenía un tono aceitunado bastante acentuado, pero su bello rostro y su aspecto atlético hacían que ese extraño detalle pasará desapercibido. Se sentó en el regazo de la cama en la que estaba tendido y me puso una suerte de ungüento oscuro sobre una herida, que aún sangraba, en mi brazo izquierdo. Curará pronto, tranquilo, -dijo la bella desconocida-, mientras yo miraba, absorto, unas pequeñas membranas que unían los dedos de sus manos. Abandonó la habitación y aproveché para asomarme a la ventana. La visión fue fascinante; los edificios parecían surgir de las profundidades del mar, de un mar negro, igual que el cielo, pero luminoso a su vez. La gente que pude ver, fornidos hombres y mujeres, compartían el poco frecuente tono de piel con la doctora. Sentí que las fuerzas me abandonamban, y regresé a la cama.  Cuando desperté de nuevo, me encontraba en el hospital de la Marina. No había el más mínimo rastro de la bella Doctora, del mar negro, del aroma a vívido mar...nada. El psiquiatra me dijo que había sido un sueño, nada más; había estado sometido a un fuerte estrés y era comprensible. El tiempo pasó, pero el recuerdo de lo acontecido perduró con la misma intensidad que lo viví, o creí haber vivido. Cuando se cumplió el primer aniversario del naufragio, un hecho singular ocurrió. Esa noche llovía a mares. Me retiré temprano a descansar y no tardé en abandonarme a un profundo sueño. Sobre las tres y media de la madrugada, el sonido de una ventana, que se abrió fuertemente, me despertó. Una brisa marina, acompañada por ese olor a mar tan especial que una vez hubiera percibido, envolvió mi rostro. Cuando fui a cerrar la ventana, encontré en el alféizar una pequeña estrella de mar, de color verde, verde aceitunado...

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