Calle Antonio Grilo numero tres
Hoy es uno de mayo de 1962. Estoy
decidido. Sé que me tacharán de loco, de perturbado, de asesino. Francamente, me
da igual. He luchado mucho, desde pequeño. Recuerdo mi infancia, en Granada.
Fue una infancia normal, ahora empezarán a inventar cosas, pero como he dicho,
me da igual.
Tengo cuarenta y ocho años, y vivo en el
número tres de la calle Antonio Grilo, Madrid. Tercera planta, puerta D. Ahora mismo,
mientras escribo estas líneas, desde la ventana veo un hermoso, y doloroso,
mural, dibujado en una de las paredes que hay frente a esta casa.
Llevo toda la vida trabajando. Soy sastre.
La vista ya me falla, y las manos también. Tengo cinco preciosos hijos, y una amantísima
mujer. Estoy decidido a hacerlo hoy. ¿Qué si los quiero? Por supuesto, no soy
un monstruo. Es más, lo que voy a hacer, lo voy a hacer estrictamente por amor.
Dios lo sabe, y no me lo tendrá en cuenta.
Todos duermen. Mejor así. Me dirijo a la
cocina. Hoy no me apetece tomar café. Cojo uno de mis mejores cuchillos. Es de
Albacete, artesano, de hoja enteriza. Lo limpio con mimo.
Entro en mi habitación. Mi mujer reposa.
Pobrecilla, toda la vida trabajando también, y cargada de hijos. Ya, ya se
acabó el sufrimiento, mi amor. Le tapo la boca. Introduzco el cuchillo en su
garganta. Abre los ojos espantada y se mueve un poco...Ya está, ya está, mi
amor. Tengo el pijama ensangrentado. Un extraño frío se ha apoderado de mí.
Estoy temblando.
Ahora me dirijo a la habitación de mis
queridos hijos. Todos duermen también. Son como angelitos. Los quiero mucho.
Mucho.
Me he quitado las zapatillas, no quiero
despertarlos. El suelo no está frío, pero yo estoy helado. Temblando. Uno a
uno, voy pasando a cuchillo a mis angelitos. Uno a uno, atravesado por el noble
metal. Liberados de todo sufrimiento, por fin.
El pijama me pesa. Por la parte del pecho
lo tengo pegado al cuerpo, está empapado de sangre. Ya no es celeste. Ya no
parece un pijama. El olor metálico de la sangre se ha metido en mis entrañas.
Vuelvo al despacho. Abro el cajón superior
del escritorio. Saco mi antigua pistola. La cargo. Me la pongo en la sien...No,
un momento. Hay que hacer las cosas bien.
Llamo a la policía. Les explico que he
liberado a mi mujer y a mis hijos de todo sufrimiento. Ya están con Dios. Eso
es bueno, ¿No?
Me enciendo un cigarrillo. Atranco la
puerta con el taquillón de la entrada. La policía no tardará en llegar.
A los pocos minutos oigo las sirenas. Me
asomo al balcón, descalzo y empapado en sangre. El gentío pronto se acumula en
la calle. Que piensen lo que quieran.
Le explico a la policía, desde el balcón,
lo que he hecho. Les explico que es un acto de amor, solo eso. Nuevamente
observo el mural de la pared de enfrente.
Solicito la presencia de un sacerdote.
Antes de marchar quiero dejar claro a Dios mi sacra motivación.
Para que la gente vea que amo a mi
familia, saco el cuerpo, ya sin vida, de dos de mis hijos al balcón. Los beso.
La gente grita horrorizada. Pobres ignorantes.
Ya está aquí el sacerdote. Ha subido a la
tercera planta del edificio de enfrente, por lo que estamos cara a cara,
separados por la calzada.
Me mira con espanto, con terror, como si
fuera yo el mismísimo Belcebú. Le doy el mensaje. Que todo lo he hecho por
amor, solo por eso. No merece la pena vivir en este valle de lágrimas.
La calle está ya abarrotada. Entro de
nuevo en el despacho. El frío no ha desaparecido. Me acuerdo de mi madre.
Recuerdo sus abrazos. Me acuerdo de Granada, la tierra que me vio nacer. Desde
el sillón, veo los cuerpos de dos de mis hijos en el suelo, ensangrentados,
pero sé que ellos ya están en el paraíso.
Me santiguo. Amartillo la pistola. Me la
pongo en la sien....No me juzgues. Solo ha sido un acto de amor. Un acto de
amor supremo...De Madrid, al cielo...
Fotografía: Gema Benito Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados. |
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