El hombre Orquesta

Me senté en mi antiguo y apolillado escritorio. Pasé la mano por encima del tablero. Su tacto, su sonido, me reconfortaba. No era especial, ni muy bello...en cierto modo era un poco yo, un poco mi reflejo. Saqué una cuartilla de papel del cajón, no sin esfuerzo, -el cajón atrancaba-, y la puse frente a mí. Enfrenté la pluma sobre ella. Caí en la cuenta, nunca había sabido muy bien cuál era el anverso o el reverso...poco importaba. Cerré los ojos y buceé por entre la blanca hoja. Recaí sobre un bello latifundio. El trigo despuntaba verde y fuerte. En el cielo, nubes espesas y oscuras amenazaban con dejar libre, en cualquier momento, su ambrosía. Miré a mi alrededor... ninguna historia me aguardaba. Buceé aún más profundo. Recalé en una vieja plaza. En el centro una sencilla fuente, revestida de azulejos azules. Al fondo, la puerta de la iglesia, cerrada a cal y canto. A la derecha, desperdigados aquí y allá, veladores de hierro y mármol blanco...todos vacíos. Un momento...a la izquierda...¿Música? No tardó ni un segundo en aparecer. Era más bien bajito y algo rechoncho. Sus pantalones de pana verde arrastraban por el suelo. La camisa que vestía, de villela, color vainilla, parecía conténer un he generoso vientre. Remangada casi hasta los codos, dejaba entrever unos robustos, y peludos, brazos. En la espalda portaba un tambor de grandes dimensiones, que accionaba con el pié derecho. Sobre el tambor, unos platillos plateados, que hacía funcionar con el pie izquierdo. Sobre la boca, gracias a un extraño artefacto, una armónica de color rubí, y con los brazos tocaba un vetusto acordeón, lacado en negro, desgastado ya por el paso del tiempo. ¿Su rostro? Su rostro, es fácil de describir. Todo lo contrario a un rostro feliz. Lo opuesto. Ni más ni menos. Ya tenía mi historia. Cuandoe dispuse a regresar a la superficie de la hoja, del pliego de papel vacio, el hombre orquesta dejo de tocar. Apartó la armónica de su rostro, y mirándome a los ojos, movió la cabeza hacia ambos lados. Movió sus labios. No emitió vocablo alguno, pero pude leer por su movimiento: "Por favor, no...no escribas de mí". Llegué de nuevo al escritorio. Comencé a escribir...no podía. ¿Quién me creía que era? El hombre orquesta, el triste hombre orquesta, no deseaba que escribiera sobre él. Solté la pluma. Arrugué, con algo de violencia, la cuartilla... la dignidad de una persona, aunque ésta sea imaginaria, vale mucho más que un puñado de letras...

Comentarios

Entradas populares de este blog

El Faro de los enamorados

¿Me quieres?

Dos reales y un céntimo