Cementerio General del Norte

Nunca he sido persona piadosa. No he frecuentado templos, ni oficios religiosos y por supuesto, nunca he tenido un director espiritual, un confesor, o algo que se le pueda asemejar. Lejos de esto, mi vida se ha desarrollado en lupanares, timbas, cantinas y lugares de mal vivir. No es que sienta especial orgullo de mis andanzas y correrías, y no explico esto por  despecho o cinismo, es una mera descripción, ajustada a la realidad, de lo que ha sido mi paso por este mundo, o de lo que había sido mi paso por este mundo, hasta que me sucedió lo me dispongo a contaros.

Fue una noche de diciembre. Uno de mis más fieles compañeros de enredos, que por reserva no revelaré, y yo, perdimos una nada desdeñable cantidad de cuartos a los naipes. Para pasar el trago y entrar en calor, decidimos visitar una mancebía de la que éramos parroquianos. Dorianne, la madame, siempre nos trataba como a auténticos reyes. 

Tomamos asiento en una de las mesas del fondo, alejados del jolgorio del escenario, y Dorianne, que nos conocía mejor que nuestras propias madres, nos sirvió vino caliente y dió orden a las meretrices de que no fuésemos molestados.

Mi fiel amigo y yo, olvidamos pronto nuestra cuantiosa pérdida de peculio y comenzamos a dialogar sobre lo humano y lo divino. No habrían transcurridos ni diez minutos, cuando un caballero, seguramente de las américas a juzgar por su atuendo, nos solicitó permiso para sentarse a nuestra mesa. Era un tipo de postín y buena planta, por lo que accedimos, sin titubeos, a su pretensión. Se presentó como el Sr. Clark. Nos confirmó que provenía de Norte América, y que se encontraba en el país por un asunto mercantil. Sin darnos cuenta, quizá empujados por el vino y el verbo fácil del forastero, surgió una confianza inopinada entre nosotros. Nos reveló que era investigador de la famosa Agencia de Detectives Pinkerton, y que había llegado a la ciudad tras la pista de un malhechor. 

Su investigación se encontraba en "punto muerto" y no precisamente porque estuviera estancada. Había localizado al forajido. Se encontraba tres metros bajo tierra, en el Cementerio General Norte. Exactamente en un sepulcro, sin nombre, con un extraño epitafio escrito en la lengua culta. Su contacto, un funcionario de la Villa, le había dicho que no tendría ningún problema en localizar la sepultura. Una estatua femenina guardaba su enterramiento. Al oír esto, interrumpí al Sr. Clark, ¿Guardaba su enterramiento?, él, cortésmente me contestó. "Exacto amigo. Cuando las estatuas que hay en los cementerios miran directamente a los enterramientos, son figuras guardianas. Pueden ser mujeres, encapuchados...hasta perros, ciervos o caballos". 

El asunto se estaba tornando, cada vez, más interesante. Nuestro investigador sospechaba que el criminal se había enterrado con su mayor tesoro, un documento único de gran valor. En ese momento se produjo un silencio. Nos miramos los tres...había que profanar la tumba.

Cuando estábamos en el carruaje, camino del Cementerio General Norte, me detuve por unos instantes a meditar sobre lo imprevisible de la vida. Había comenzado la noche en una timba, conocido a un investigador de la Pinkerton en un prostíbulo, y ahora me dirigía a un camposanto con la intención de profanar una tumba...

Nos costó unos cuantos cuartos convencer al farolero de nuestras buenas intenciones, pero en cuanto se los embolsó, quedó agradecido y se esfumó, entregándonos su farol, que se lo habíamos comprado aparte por tres reales. El Sr. Clark no tardó en dar con la tumba. "Esta es", exclamó de forma taxativa. La estatua emanaba una belleza serena. Representaba a una mujer, que apoyaba su brazo izquierdo y un cuenco sobre la lápida, y efectivamente, miraba o custodiaba el enterramiento. Nos santiguamos y comenzamos la exhumación. La petaca de plata grabada que llevaba conmigo, o mejor, dicho, el coñac que contenía, fue pieza clave para poder finalizar con éxito nuestra impía tarea.

El cadáver se encontraba  momificado. Lo que más me impresionó fue el vivo color rojo de sus cabellos. El Sr. Clark metió la mano dentro de la chaqueta del difunto. Nunca olvidaré la expresión de terror que dibujó su rostro cuando sacó el pergamino. Se encontraba dentro de una funda de cuero, con dos pequeñas alas grabadas. Él, el Sr. Clark, tampoco podrá olvidar la cara de terror que puse yo cuando sacó un revólver plateado, y apuntandonos, exclamó: "Señores, ha llegado un momento algo delicado. Jurad, o morid..."



Fotografía: Gema Benito Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.

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