Las tres hilanderas
Di tres vueltas a la calle del reloj, a las tres de la madrugada de un tres de marzo. Llamé tres veces a la puerta y esta se abrió suavemente.
El sonido de la rueca competía con el crepitar de la chimenea. La primera hilandera, Noa, era la encargada de la rueca. Sin dejar de hilar, me miró divertida, clavando sus enormes ojos azules en las palabras tatuadas de mi brazo. Su rostro, infantil y puro, portaba una belleza serena. Su cabello era fino, rubio, y algo viciado.
La segunda hilandera, Desirée, devanaba hilo en un huso de marfil. Me invitó a sentarme. Era una mujer de mediana edad, de cabello rojo como una candela, y unos preciosos ojos color café.
La tercera hilandera, Marta, era una anciana. Con unas tijeras de acero adamascado, cortaba, sin titubear, los ovillos de hilo. Su cabello, al igual que su tez, era blanco como la fría nieve, sus ojos, pequeños y negros como tizones, y desprendía olor a muerte. Sin mirarme a la cara, me preguntó, ¿Qué deseas de nosotras, extraño?, ¿Acaso no sabes que hasta los dioses se han de rendir a nuestro albedrío?...
El sonido de la rueca competía con el crepitar de la chimenea. La primera hilandera, Noa, era la encargada de la rueca. Sin dejar de hilar, me miró divertida, clavando sus enormes ojos azules en las palabras tatuadas de mi brazo. Su rostro, infantil y puro, portaba una belleza serena. Su cabello era fino, rubio, y algo viciado.
La segunda hilandera, Desirée, devanaba hilo en un huso de marfil. Me invitó a sentarme. Era una mujer de mediana edad, de cabello rojo como una candela, y unos preciosos ojos color café.
La tercera hilandera, Marta, era una anciana. Con unas tijeras de acero adamascado, cortaba, sin titubear, los ovillos de hilo. Su cabello, al igual que su tez, era blanco como la fría nieve, sus ojos, pequeños y negros como tizones, y desprendía olor a muerte. Sin mirarme a la cara, me preguntó, ¿Qué deseas de nosotras, extraño?, ¿Acaso no sabes que hasta los dioses se han de rendir a nuestro albedrío?...
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