Excelentísimo Señor Muerto
Excelentísimo
Señor Muerto.
“En la guerra, todo el mundo muere. Nadie escapa a su
furia, a su odio, a su mezquindad, nadie” J.M.C.
Meses antes de ir al frente, comencé a tener un sueño
repetitivo. Me encontraba en medio de un campo sembrado de cruces blancas de
madera. Iba caminando, como sin rumbo. Pasaba
mi mano siniestra por las cruces, y estas se iban tornando negras, pero
no un negro intenso, un negro desgastado, medio pardo, medio gris. Vestía unos
pantalones azul marino de pinzas y unos lustrosos zapatos negros de cordones,
Casi me podía reflejar en ellos. En un momento dado, me detenía y me giraba, y veía
la oscura y sombría estela que iba dejando tras mi paso, hasta donde la vista
me alcanzaba.
Una nefasta mañana, una pareja de soldados se presentaron en
mi casa. No me dejaron siquiera coger mis objetos de aseo personal, o algunos de
mis libros predilectos, nada. “Tranquilo
hijo, el ejercito te proveerá de todo los que vas a necesitar”.
El acuartelamiento de nuevos ingresos era austero. Cientos de
personas sin identidad deambulaban de un lugar a otro, vestidas con un
horrible traje de campaña camuflaje Woodland, que no podía quedarle bien a
nadie y por supuesto, a mí tampoco. “Bienvenidos a infantería, habéis tenido
suerte” son las primeras palabras que recuerdo… ¿Suerte?
A las dos semanas nos trasladaron al frente en un destartalado
avión. Un casco, un fusil cuya marca no recuerdo, algo de munición, una
bayoneta y poco más. En esos momentos supe que moriría. No solo no estaba
preparado para entrar en combate, no estaba preparado para matar, o eso pensaba.
Me inundo una especie de paz, de entrega. Iba a morir, no pasaba nada. Quizá
algo joven, pero es lo que me había tocado.
Ya en tierra, comenzamos a avanzar al abrigo de un tanque.
Mis compañeros eran variopintos, así es la vida, las personas somos iguales
pero distintas, es algo difícil y raro de explicar. Algunos estaban felices, se
les veía pletóricos. Incluso deseando entrar en combate…deseando entrar en
combate, parece una broma macabra, pero es real. Un fuerte zumbido pasó por mi
odio derecho, no me dio tiempo a reaccionar antes de la explosión. El tanque
estaba en llamas y los infantes más cercanos a él, muertos.
Así, tal cual.
Muertos. En un segundo, o en menos. Solo se oían los impactos de la artillería
enemiga y los disparos ciegos de mi batallón. Sentí algo parecido a la picadura
de una serpiente, Recordé cuando en el patio del colegio, Robert y Charlie,
mientras me llamaban invertido, maricón, y no sé qué cosas más, me lanzaron una
serpiente que habían cogido junto al viejo algarrobo. Es un dolor agudo, Miré
mi pantorrilla y vi el disparo. Es lo último que recuerdo de mi único día en
batalla.
Con las primeras luces, desperté. Muerte. Es lo que pude ver
a mí alrededor. No sentí temor, ni ira, ni desesperación. No sentí nada. Me
arrastré como pude, no sabía gran cosa sobre la guerra, pero lo suficiente para
tener la certeza de que tras la artillería enemiga vendría la infantería.
Me llevó casi tres horas llegar a la casa, o a lo que quedaba
de ella. El cadáver de una bella joven me saludó al entrar, y me dijo en el sótano
encontraría agua y algunas provisiones, le di las gracias y me arrastré hasta
él. Ya en el sótano, bebí un poco de agua (La bella joven muerta no había mentido)
y simplemente espere la muerte dormitando. A media noche es cuando la vi. La
luz de la luna entraba por el tragaluz y se reflejaba en ella. Era una hermosa
radio. Repté hasta ella y con asombro, comprobé que funcionaba. La encendí.
Durante unos segundos, no supe que decir, pero casi sin pensarlo, comencé a
narrar una de mis novelas favoritas de Dickens, Los papeles Póstumos del Club
Pickwick. Los días pasaron, y mientras yo esperaba la muerte (ignorando que ya
estaba muerto) gasté el tiempo narrando otras obras; David Copperfield,
Historia de dos Ciudades, Grandes Esperanzas…a cada cual más deliciosa, pero yo
ya no disfrutaba de ellas, no como antaño.
No tengo constancia de cuantos días pasaron, o meses, hasta
que una noche, mientras narraba Casa Desolada, los soldados irrumpieron en el sótano.
Cerré los ojos, esperando el tiro de gracia, pero resultaron ser compatriotas.
Me abrazaron. Me dijeron que era famoso, que era un héroe nacional, que con mis
historias (que no eran mías) había levantado la moral de la tropa.
Me recibieron como si fuera un personaje ilustre y fui licenciado
con honores, incluso me dieron una de esas medallas honoríficas absurdas, a
pesar de no haber pegado ni un solo tiro. Ni un Triste tiro (Los tiros, son
todos tristes). Lo que más gracia me hizo es que para el Estado, ya no era un
Don nadie. No me volvieron a llamar invertido, al menos no a la cara, e incluso
me tuve que hacer algunas fotografías y conceder algunas entrevistas. Desde ese momento, me gane el dudoso honor de ser llamado “Excelentísimo Señor”… Excelentísimo
Señor Muerto, añadiría yo…
Fotografía: Gema Benito Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados. |
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