Grises como el Mar
Grises como el mar,
así se tornaron mis ojos desde aquel extraño día. Fui marino mercante
durante treinta y ocho años. Una vida que me proporcionó alegrías y tristezas a
partes iguales y así como experiencias variopintas que me
permitirían escribir un libro de varios tomos, pero no, no es esa mi
intención.
Igual cargábamos grano en
Argentina, que cobre en Sudáfrica o telas en Indonesia. Navegábamos
de un puerto a otro, sin sospechar siquiera el siguiente destino. La vida
abordo era dura. Frío, calor, lluvia, miedo...y soledad. Pasaban los días
y las únicas palabras que se pronunciaban a bordo eran las estrictas para
desarrollar nuestra marinera labor, nada más. A veces pensaba que navegábamos
en un buque fantasma, y que no éramos sino almas en pena de antiguos
bucaneros, purgando los más viles pecados que un hombre pueda cometer. Aún
así, la hermandad a bordo era palpable y si bien escasos, también había
momentos de alegría.
Aquella noche me
encontraba inquieto, nervioso, como augurando lo que luego sucedería. La mar
estaba furiosa. En la borda pugnábamos, en desigual lucha, contra ella. Olas de
veinte metros nos atacaban, sin piedad, de aquí y de allá.
Exhaustos, y sin saber que hacer (nadie sabe qué hacer en esos casos,
nadie) nos abandonamos a nuestra suerte.
Floté a la deriva
durante días, amadrinado toscamente a un madero. Vi morir ahogados a mis
compañeros, a algunos de ellos a no más de un metro de mí, pero bien sabe
Dios que nada pude hacer por ellos. Cuando estaba ya resignado a una inminente
muerte, divisé, entre una profusa neblina, la isla. Una isla que no
debería estar allí, pues conocía como la palma de mi mano la carta de
navegación de la ruta y no había tierra alguna en miles de kilómetros.
Como
pude, me impulsé hacia la playa, perdiendo el conocimiento en cuanto mi cuerpo,
dolorido y moribundo, tocó tierra.
Cuando abrí los ojos,
como un tornado vinieron a mí los recuerdos de lo ocurrido. No pude evitar sollozar
y maldecir mi suerte, máxime cuando en mi vagido había soñado con mi amantísima
esposa, que falleció súbitamente a los seis días justos de tomar nupcias. La
cabeza me daba vueltas. Tenía quemaduras en cara y brazos, mi pierna izquierda
estaba hinchada a la altura del tobillo y mi boca, mi boca estaba paradójicamente
seca como un papel de estraza.
Ya
en píe, miré a mi alrededor. En la playa no había huella o rastro humano
alguno, y el follaje de la isla era tan rico, que no podía vislumbrar, siquiera
sospechar, sus dimensiones. Penosamente comencé a andar hacia el interior. La
temperatura era agradable. El olor era fresco, pero imperaba un aroma que no
sabría describir y que jamás, puedo dar mi palabra sin vacilar, he vuelto a
encontrar. La vegetación era predominante verde; arbustos muy frondosos de unos
cincuenta centímetros de altura entre robustos árboles, que no sabría filiar,
de unos cinco o seis metros, o incluso más. Localicé una rama que
me hizo las veces de sustentáculo y me ayudó en mí deambular por la isla.
Llevaría una media hora andando
cuando me topé con un arroyuelo de cristalinas aguas. Me lancé al mismo como un
poseso y comencé a beber de forma desmedida. Cada palmo de mi cara palpitó de
dolor en contacto con el agua (sin duda por las referidas quemaduras)
pero aún así, el agua me supo a maná. Tras saciar mi sed, endulcé todo mi
cuerpo con un rápido y placentero baño.
Comida,
debía comer algo llegado ese punto. Reconfortado tras mí encuentro con el
arroyuelo, continúe vagando por la isla. No sabría decir el tiempo que
transcurrió hasta que encontré esas deliciosas frutas azules. Las comí con
recelo al principio, pero con desenfreno al ver que eran de agradable sabor y
no producían daño alguno a mi organismo. Tenían forma ovoide. Su tamaño era
similar a una pelota de de tenis y contaban con una piel exterior, fácilmente
removible, similar a la de una banana. Su sabor era entre dulce y ácido, pero
excelente, así como su aroma.
Con el estómago ya lleno,
di gracias, por primera vez desde el naufragio, a Dios. No era especialmente
creyente, pero cualquier marino conoce de la furia con la que alguna vez
los dioses pueden tratar a un hombre. Sin saber el motivo, caí en la cuenta de
un detalle: No había rastro alguno e animales o insectos; ni trinar de pájaros,
ni huellas, ni excrementos... nada de nada.
Cuando pensaba ya en
encontrar un refugio seguro para pernoctar, observé la misteriosa oquedad. Era
amplia, de unos tres metros de diámetro. Una escalinata de piedra, sin
duda obra del hombre, se adentraba en la tierra. En otras circunstancias
hubiera dudado en entrar, pero al fin y al cabo, parecía que los hados estaban
de mi parte. En cuanto entré, un olor familiar me invadió, pero en esos
momentos, juro por lo más sagrado que no caí en la cuenta de lo que se trataba.
Si bien los escalones eran obra humana, la galería no lo era. No había
rastros del uso de herramienta alguna y sus paredes eran irregulares. Pequeñas
oquedades en el techo hacían que entrará luz suficiente que permitiera ver el
interior sin dificultad. Algo me llamó poderosamente la atención, de un paso a
otro había un cambio de temperatura palpable. Asqueado por tal circunstancia,
continúe caminando hasta el fin de la galería.
Quedé maravillado con lo
que allí encontré. El final de la galería era un precioso arco de piedra,
sujeto por dos columnas salomónicas que parecían estar realizadas en ámbar o un
material muy similar en textura y color. A pesar de que la tempera era algo
elevada, el arco parecía estar cerrado por una especie de capa de hielo, que
era recorrida por destellos de una bella luz azul de aparente origen eléctrico.
El olor...El olor era ya mucho más patente y ya lo había reconocido sin lugar a
dudas: Gasolina, el ambiente olía, escandalosamente, a gasolina.
Después de de estar unos
minutos observando las caprichosas formas de las pequeñas descargas azules, con
algo de temor, no me importa reconocerlo, me atreví a tocar la capa de
hielo. Lo hice suavemente, como un padre pueda acariciar la cara de su hijo. En
el mismo instante que lo toqué, comenzó a resquebrajarse. Antes de darme
cuenta, desapareció por completo, se esfumó sin dejar el más nimio
rastro. Entonces es cuando ocurrió. Con gran violencia, una corriente de aire
succiono mi cuerpo. Comencé lo que parecía una caída horizontal. Mi cuerpo daba
tumbos de un lado hacia otro y la oscuridad se hizo total, hasta que finalmente
impacte con un cuerpo metálico, a juzgar por el sonido, perdiendo la
consciencia.
Desperté conmocionado,
pero sin dolor alguno. Lo primero que vi fue mi rostro, reflejado
en un gigantesco depósito de gasolina de metal pulido. Mis ojos, mis ojos ya no
eran azules, eran grises. Clara e ineludiblemente grises. También me llamó la
atención otra cosa, mi boca. Tenía pequeñas manchas azules, seguramente restos
de los frutos que saciaron mi apetito.
Antes de que pudiera levantarme, dos fornidos tipos se acercaron a mí. Me
dijeron que no me moviera, en perfecto castellano. A los pocos minutos iba
camino del hospital en una ambulancia.
Los
primeros días conté hasta la saciedad mi historia. Los médicos decían que
estaba conmocionado, que no me preocupara, que era normal después de una caída
de altura no pensar con claridad. Ha pasado el tiempo. Dejé de contar mi historia
por miedo a que me encerraran por demente. Ahora estoy en una residencia de
ancianos. Ni siquiera digo que he sido marino, para que, solo soy un viejo y a
nadie le interesan las historias de los viejos. ¿Has visto alguna vez un
anciano de ojos grises? Igual, ese anciano al que desprecias, ese anciano al
que ignoras, al que no prestas la más mínima atención, atesora preciosas
historias. Historias de islas pérdidas, de extraños frutos azules, y de
profundos ojos grises, grises como el mar....
Fotografía: Gema Benito Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados. |
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