Era la noche de San Juan. Las playas de la localidad estaban a rebosar. Bebida, comida y bailes por doquier, amén de los fuegos propios de la fiesta. Ellos ya se gustaban, eso era evidente. Miradas furtivas, alguna sonrisa...incluso una tarde sus manos se cruzaron fugazmente. La noche de San Juan él se acercó a ella. Estaba preciosa con ese simple vestido color cerúleo y esa bella melena recogida en una coleta. ¿Sus ojos? , sus ojos brillaban más que el mismo fuego. Ella accedió a dar un paseo con él. De la mano, se alejaron del bullicio. Sus pies descalzos dejaban huellas en la arena, como si de las migas de pan de Pulgarcito se trataran. Ambos eran bellos y ambos eran inocentes, no contaban con más de quince años de edad. Reían y se miraban, abriendo sus inocentes corazones el uno al otro y el otro al uno. Su felicidad se podría haber cortado con un cuchillo...es lo que sucedería minutos después. Mitad aventura y mitad buscando evitar miradas ajenas, se adentrar
La terraza era muy agradable. Los veladores se disponían aquí y allá, como en un orden superior dentro del más absoluto caos. El Sol lucia en un radiante cielo azul, salpicado por alguna nube, y un delicioso olor a flores frescas correteaba como un chiquillo entre las mesas, a su albedrío. Me refesqué la garganta con un trago largo de cerveza, y cuando iba a depositar la jarra en la mesa, apareció ella. Me miró inquisitiva, y separó su precioso pelo moreno y liso de su cara. Tomó asiento, y antes de que pudiera hablar, me dijo furiosa:"Me dijiste que ibas a dejar de fumar". "Estoy en ello" le contesté algo cortante. Me quedé embelesado, observando sus pequeños y bellos ojos negros, su nariz diminuta, su busto generoso, sus curvas, sus largas piernas...con un tono algo más relajado, le dije que siempre estaba igual, afeando algunas de mis innumerables conductas insanas y absurdas. Ella sonrió y alargó su mano. El tiempo se detuvo. Los comensales que había sentados en
Era mi tercera investigación dentro del ámbito paranormal, y aún sentía ese cosquilleo tan agradable que te hace estar un poco más vivo de lo normal, - si es que eso es posible -. A pesar de no haber obtenido resultado en las dos anteriores, mi ilusión estaba intacta. Había tardado ocho meses en obtener la autorización correspondiente para pasar toda una noche en un viejo palacete, ahora titularidad municipal, y en otro tiempo perteneciente a los Marqueses de Cabra. La construcción era una maravilla, enclavada en plena judería cordobesa, contaba con varios salones, bodega, y un gran claustro en el que dominaba una estatua de bronce. Me instalé en la biblioteca. Encendí el ordenador portátil y comencé a dejar en distintos puntos cámaras WIFI que a través de un software, hacían sus veces de detectores volumétricos. Tomé asiento, me serví un café solo, -por supuesto sin azúcar-, del termo que había llevado, y comencé a hacer lo que mejor se me daba; vigilar y esperar. Fue exactamente a la
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