Érase una vez
Érase una vez, un infausto personaje. Sus
cabellos, repeinados y escasos ya, ofrecían reflejos ante el sol de forma
caprichosa, tal cual su destino se había representado y sin duda se
representaría en un futuro. Sus brazos eran fuertes, así como sus piernas o su
espalda, pero tenía un gran punto débil, que hacía que el conjunto de su
persona no fuera más que una estatua, más bien menuda, de basto hierro
sujeta por unos frágiles pies de arcilla. El corazón. Su corazón aportaba una
debilidad insalvable a su ser, pues su corazón estaba fabricado del más endeble
y vulgar de los cristales.
Vivía en soledad, acompañado a ratos por
su familia. Se encontraba en un impase de tal calibre, que su futuro inmediato
y ulterior estaban totalmente comprometidos a la decisión que pudiera tomar.
Entre sus incontables defectos, figuraba tomar decisiones de forma poco o nada
acertada.
Una noche, cuando se encontraba
a solas en el salón de su casa, disfrutando de la lectura de uno de sus libros
preferidos, aconteció un extraño suceso. Una rata. Una rata de aspecto pardo,
desafiante, le miraba de tal forma que parecía albergar una inteligencia humana
en su interior.
Él, de natural tranquilo, no se inmutó. Le
mantuvo la mirada todo lo que le fue posible, pues esta, la rata, trepó por el
reloj de pared y cambió la aguja de las horas desde las dos de la madrugada a
las una. Una vez realizada esta proeza, volvió a mirarlo a los ojos, para
rápidamente desaparecer después. Nuestro infortunado protagonista, sin hacer
caso alguno al roedor, continuó con su lectura.
Pasaron algunos días, exactamente siete,
hasta que la rata hizo de nuevo aparición en escena. En esta ocasión, él se
encontraba escribiendo uno de los relatos que acostumbraba a escribir cuando su
vidrioso corazón así se lo dictaba. La rata apareció por entre las cortinas,
moviendo su rabo como si eso le ayudará a guardar el equilibrio. Trepó hasta la
mesa y se situó a escasos sesenta centímetros de él. Nuevamente reclamó su
atención mirándolo directamente a los ojos. Él, por su parte, esbozó una ligera
sonrisa e igualmente le miró a los ojos. La rata, de un brinco, se encaramó en
el reloj de pared y movió la aguja de las horas hasta las siete, esfumándose
después de dicha acción. Nuestro circunspecto hombre no le prestó atención en
demasía y continuó con sus quehaceres amanuenses.
Una semana justa, otros siete días, es lo
que tardó la rata en salir a escena. Eran cerca de las tres de la mañana, y
nuestro protagonista luchaba por no quedar dormido, pues estaba finalizando una
de esas tareas administrativas que solía postergar hasta el último día. En esta
ocasión, la rata, nuestra rata parda, tuvo el descaro de corretear por su
espalda, saltar a la mesa y nuevamente, como si de un relojero meticuloso se
tratara, mover la aguja de las horas hasta las siete. Se montó encima del reloj
de pared y comenzó a chillar de la forma que lo hubiera hecho cualquier
rata común, pero sus ojos negros y brillantes no dejaban duda de su
inteligencia superior. En un abrir y cerrar de ojos, se desvaneció en la
oscuridad. Nuestro aspirante a cuentista, esta vez sí dejó su labor e intentó
analizar las apariciones de la rata. Pensó en su primera actuación. Marcó el
número uno. En su segunda actuación, el siete, y en esta, su tercera obra,
nuevamente el siete. Ciento setenta y siete. Nada. Este número no le decía
nada.
Al cabo de unos días, en el desarrollo de
su trabajo, estacionó en un parking público. Cogió su pequeña cámara de vídeo,
el maldito tabaco y se dispuso a bajarse del coche cuando reparó en la plaza
que había frente a él. Tenía un perfecto y definido número ciento setenta y
siete estampado en la pared. Recordó que coincidía con el número que le había
marcado con habilidad la rata, y él no creía en las casualidades.
Anduvo hasta la plaza y comenzó a
inspeccionarla de forma concienzuda. No sabía que buscaba, pero lo cierto es
que su frágil corazón, deteriorado para este mundo, palpitaba de forma
acelerada. Tras unos segundos, lo único que halló fue un pequeño trozo de
papel, engurruñado, de color rosa fucsia. Se agachó a cogerlo. Desprendía un
agradable olor a fresa. Con cuidado fue extendiéndolo, hasta abrirlo
completamente. Solo había una palabra escrita, con tinta roja, que era la
culpable del olor a fresa. "Mientras
decidías, la vida pasó" , esa era la palabra estampada. Las tildes de
las grafías "i" eran un círculo casi perfecto. Sin duda obra de una
adolescente.
Hizo una mueca muy propia de él, torciendo la
boca levemente. Se guardó el papel en el bolsillo y pensó que esta historia
podía convertirse en un bonito cuento. Un bonito cuento de esos que comienzan
por "Érase una vez..."
Fotografía: Gema Benito Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados. |
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