El viejo árbol

Nunca  me he considerado un mal tipo. Un poco huraño y mal humorado tal vez, pero simplemente es porque no me gusta la gente, sin más.

Me casé ya maduro, con cuarenta y tres años. Lo hice sobre todo debido a la muerte de mi tía Helen. Ella vivía conmigo. Mi casa es grande y no me molestaba, estaba siempre en el jardín, con sus flores, y además limpiaba, cocinada y me lavaba y planchaba la ropa. Yo, que soy generoso, no la dejaba pagar nada de los gastos ordinarios, y en su cumpleaños siempre le regalaba una caja de bombones, que al parecer agrada a las mujeres.

Pasaba el día en mi despacho, con mis escritos y mis estudios. No tenía necesidad de trabajar, pues tenía una fortuna considerable desde mi juventud, heredada tras el prematuro fallecimiento de mis padres.

A la semana de dar cristiana sepultura a tía Helen, me di cuenta de que necesitaba a una mujer que la sustituyera. No podía dedicar mi valioso tiempo a tareas tan pueriles como las domésticas, y no estaba dispuesto a gastar mi dinero en un servicio que podía recibir gratis, o eso pensaba.

Tras un rápido análisis, recordé que Ross había enviudado hacía dos años. Hice algunas gestiones y verifiqué que no tenía pareja. Era, aparentemente, una mujer perfecta. Anchas caderas, fuertes piernas, sencilla y sana. No se podía pedir más en una mujer.

Saqué uno de mis trajes de domingo y fui a visitarla, con la escusa de preguntar cómo se encontraba, aunque realmente no me importaba su estado, pero algo tenía que contarle.

Las visitas se sucedieron durante seis meses. Eran insufribles, ella no paraba de hablar sobre asuntos vánales y sin importancia, pero tenía que hacer el esfuerzo, además de aguantar a su asqueroso perro. Le pedí matrimonio y ella lo acepto sin titubear.

Nos casamos con una ceremonia sencilla, nada de dispendios absurdos. Alquilé su casa, que ya era mía, y se trasladó conmigo, que es lo que yo deseaba. La cosa no empezó muy bien, tuve que tragar con su chucho también.

Me preguntó que si haríamos viaje de novios, pero yo le hice ver que era una idea poco acertada, ella ya tenía trabajo acumulado de seis meses.

La primera semana, ante la actitud lasciva de Ross, me vi obligado a consumar el matrimonio. Nunca había tenido la necesidad de conocer a una mujer de forma carnal, y la experiencia fue de lo más desagradable. Tuve que dar buena cuenta de una botella de whisky para enfrentarme a tan lamentable acto.

Los primeros días ella se empeñaba en hablarme a todas horas. Le advertí varias veces, de forma firme pero amable, que no podía perder el tiempo con ella. Quizá el domingo un rato, pero poco más. Incluso me vi obligado, o mejor dicho, ella me obligó, a propinarle un par de bofetadas en varias ocasiones, pues no prestaba la atención necesaria a tareas tan simples como la cocina o la plancha.

Al mes de estar casados, ya me di cuenta de que había sido un error. Ross lloraba a todas horas y su presencia era más que molesta.

A las cinco semanas exactas lo decidí. Aproveché que estaba dormida como una marmota. Entre con sigilo en la habitación. La muy impúdica estaba semidesnuda. Me puse sobre ella. Apreté su cuello con todas mis fuerzas. Ross abrió los ojos, espantada. Empezó a moverse, con tal fuerza que consiguió zafarse de mí. Se incorporó en la cama y empezó a gritar como una posesa. Miré a mí alrededor. El abre cartas del tío Jhon, Eso me serviría. Era un abre cartas de alpaca finamente grabado. Se lo clavé en el cuello. Ella continúo gritando y moviéndose. La sangre salía de su cuello con un ímpetu atroz. Pared, sábanas, muebles...Hasta mi ropa, todo manchado con la sangre de Ross. El cuadro era dantesco. Ni sabía el tiempo que me llevaría limpiar todo eso. Ross se portó mal hasta el final, muy mal. Hasta el perro estaba empapado en sangre. El muy ingenuo se había montado en la cama y lamía la herida de su cuello, como si eso sirviera de algo...

Cuando por fin falleció, fui al baño a darme una ducha. La muy estúpida había echado a perder con su sangre toda la ropa que llevaba puesta.

Cómo persona inteligente que soy, tracé un buen plan. Sencillo. Lo sencillo siempre es más creíble.

Cogí gran parte de su ropa y la quemé en la chimenea. Salí al jardín. Hice un agujero considerable, que me llevó toda la noche, junto al viejo árbol que había en la parte trasera del jardín. La traslade no con menos esfuerzo. La cogí por los pies. Cuando su cuerpo cayó al suelo de la cama, hizo un ruido atronador. La lié en una manta y la introduje en el agujero, junto con sus joyas y algunas de sus pertenencias de aseo. Contaría que se había marchado a cualquier otro estado a cuidar a un tío moribundo suyo.

Después de dos días, conseguí dejar la casa sin el menor rastro de lo sucedido.
A la semana, ni me acordaba de ella. Contraté a una señora que limpiaba la casa tres veces en semana, y me dejaba preparada comida y ropa para cada día. Era un gasto, lo sé, pero no había alternativa. El chucho de Ross seguía por allí, pero no entraba en la casa. Dormía junto al árbol donde estaba enterrada la inútil de Ross, y quizá cazara alguna rata.

Ese fue mi error. El perro, el jodido perro. Una tarde, al cabo de unos tres meses, se presentó la policía en casa y me detuvo. Al parecer el maldito perro desenterró parte del cuerpo de la inútil, y la señora que iba a limpiar lo vio. Horrorizada llamó a la policía.

El juicio fue rápido. Yo conté la verdad, con la esperanza de que el Sr. Juez lo entendiera, pero no fue así. Treinta años y un día de condena.

Llevo ocho años en prisión. Estoy bastante bien. Puedo dedicar todo el día a mis estudios, y no me tengo que preocupar por nada más, amén del ahorro que supone en comida, electricidad...

Algunas noches, cuando me acuesto en mi celda, me acuerdo de la inútil de Ross. La recuerdo con su cara de pánico y llena de sangre, con el tajo en el cuello. Recuerdo el sonido que hizo su cuerpo al caer de la cama, y como la enterré junto al viejo árbol. Todos estos buenos recuerdos me ayudan a conciliar un sueño de lo más reparador....

Fotografía: Gema Benito Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.

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