Una bruja para mí

¿Qué por qué puse ese cartel en el escaparate? Era temida. Lo distinto da miedo, no de ahora, de siempre. Vivía apartada en una pequeña casa de madera, junto a un hermoso lago.

La casa tenía una sola puerta, pintada con azulina. Todo el entorno estaba repleto de macetas con distintos tipos de hierbas y flores. También tenía una pequeña chimenea, que de vez en cuando, expulsaba un humo denso y aromático.

Cuando la gente del pueblo veía el humo por encima de la copa de los árboles, se santiguaba, y murmuraban maldades de todo tipo, como que estaba cocinando algún niño robado en algún pueblo cercano.

Nadie sabía la edad que tenía. Siempre llevaba alguna flor en el pelo, y pulseras y collares que confeccionaba ella misma con materiales que cogía prestados de la naturaleza.

La primera vez que la vi, andaba yo por el monte, paseando, disfrutando del entorno, de las matas, de los árboles, de los arroyuelos que serpenteaban libres, del canto de los pajarillos, del aroma a tierra húmeda, del viento que acariciaba mi rostro y mis brazos, del sol, que rendido ya caía y se retiraba a su descanso nocturno, en definitiva, disfrutaba de estar vivo.

Ella estaba junto al lago, sentada sobre una llamativa manta, de paño de lana. Una bonita flor, de color azul y desconocida del todo para mí, adornaba su rizado y moreno pelo. Lucía una sonrisa muy bella. Una sonrisa sencilla, de esas sonrisas que solo un espíritu calmo y benevolente se atreve a esbozar, con la tranquilidad que aporta saber que no eres perfecto, pero eres tú. Llevaba puesto un vestido, también sencillo y de un blanco casi luminoso, que mostraba uno de sus hombros. Estaba descalza, y parecía estar elaborando un cesto de mimbre.

Me senté sobre una fría roca y me detuve a contemplarla. También dibujé una leve sonrisa. La Bruja, me dije. No la esperaba así. No esperaba una mujer tan guapa, con un pelo tan moreno, unos ojos tan oscuros y una sonrisa tan angelical. Era una mujer feliz. No necesitaba de caros ropajes o finas joyas, eso era evidente.

Después de un rato, por puro pudor, me marché. Estuve tentado, estuve a punto de acercarme a hablar con ella, pero no me atreví. No por vergüenza o por falta de arrestos, no.  No me atreví porque no me consideré lo suficientemente bueno para hablar con una persona así.

Durante años, acudí al bosque a verla, siempre en secreto, desde la lejanía. Mantuve verdaderas conversaciones conmigo mismo, sobre la conveniencia de presentarme ante ella o no. El tiempo, el se encargó de decidir por mí, pues la Bruja, de un día para otro desapareció sin dejar rastro.

Yo seguí acudiendo al bosque, pero nunca más la vi, o al menos no directamente. Si aprendí varias cosas. Aprendí que no debemos decidir si somos o no buenos para alguien, pues es trabajo este, del otro. Aprendí que las cosas no están para siempre a nuestra disposición, y aprendí que las habladurías de la gente son solo eso, habladurías. Ah, y otra cosa importante. Aprendí que lo que yo quiero, es una bruja. Una bruja para mí. ¿Entiendes ahora por qué puse el cartel?

Fotografía: Gema Benito Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.

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