La gacela

A veces, y solo a veces, las cosas no son lo que parecen. Como una gacela perdida, así se adentró en el parque de la gran ciudad. Anduvo por todo él hasta encontrar un sitio idóneo. 

Se apoyó en el tronco de una mimosa y cuaderno en mano, comenzó a esbozar el bonito paisaje que divisaba. El ocaso, junto al lago, era un verdadero festín para los sentidos.

No hablaremos de su edad, pues incluso en este caso, es de mal gusto hablar de la edad de una señora. Su aspecto era deliciosamente frágil. Complexión delgada, pero con curvas, cabello abundante y rizado, rubio ceniza, y estatura media. Vestía pantalón vaquero slim, zapatillas deportivas blancas y un suéter color mostaza, amplio, con un llamativo escote Bardot que dejaba ver el tono miel de su hombro. Su cara era angelical, mostrando una perpetua sonrisa y unos ojos ámbar de una viveza sin igual. Una presa ideal de apenas cincuenta kilos de peso, al anochecer, distraída en un solitario parque.

No tardó en suceder lo inevitable. Se le acercó un chico de unos veinte años de edad, con una pinta digamos extraña. Vestía de oscuro y tenía una falta de expresión en su cara que resultaba inquietante. Ella no dejó de sonreír. El joven intentó, sin éxito, ruborizarla.
 
Ella, la gacela, por pura cortesía, interrumpió su dibujo. Cerró el cuaderno, con garbo, si es que se puede llamar así, y lo metió en su bolso. Sin dejar de sonreír y jugueteando con el lápiz en su mano derecha, inquirió al joven.

Por detrás. La gacela oyó como alguien se le acercaba por detrás. A los pocos segundos, unos robustos brazos la agarraron por la cintura, notando un aliento a alcohol en su nuca. En menos de un segundo, la gacela dio un paso lateralmente, hacia la izquierda. Sin siquiera mirar, lanzó su brazo derecho hacia atrás, clavando el lápiz en el abdomen del agresor. Un ruido sordo y seco, seguido de un suspiro. Ahora si se dio la vuelta. El agresor era otro adolescente, también vestido de negro, y con un rostro no menos inquietante que su compañero.

Mientras miraba la sangre fluir por el lápiz como una fuente mozárabe, se percató de que el otro joven se abalanzaba sobre ella. De nuevo, actuó sin mirar. Lanzó su pierna izquierda hacia atrás, con una velocidad pasmosa. Impactó en el pecho del joven, desplazándolo varios metros.

El joven del lápiz clavado, intentaba taponar con sus manos la salida de la sangre, pero ya sabía que su final era inminente y en su semblante el estupor había dado paso a una aceptación serena que solo proporciona lo inevitable.

La gacela, con elegancia, caminó hasta el otro joven. Se encontraba en el suelo, retorciéndose, intentando respirar y con ambas manos sobre el pecho. Miró a la gacela. Su cara continuaba siendo angelical, pero sus ojos ya no eran ámbar. Ahora lucían un color negro como nunca antes había visto. Era un negro atávico. Un negro ancestral. Un negro abisal. Un negro infernal.

La gacela, sin dejar de sonreír, se arrodilló junto al joven. Este, aterrorizado, cerró los ojos. Intentó mover sus brazos, pero el terror lo paralizaba. La gacela se lanzó a su cuello. Mordió su yugular. La sangre le salpicó en su hombro color miel y mancho su bonito suéter  mostaza con escote Bardot.

Una vez alimentada, la gacela se levantó y lentamente se alejó caminando. No dejó de sonreír. Sus ojos eran nuevamente ámbar. Pero, un momento. ¿Lágrimas? Sí exacto, lágrimas. Sus bellos ojos ámbar estaban inundados de finas lágrimas...Y es que a veces, solo a veces, las cosas no son lo que parecen...

Fotografía: Gema Benito. Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.

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