El santo del jamón

Transcurría el año 98 del pasado siglo. Mi abuelo Antonio, que Dios lo tenga en su gloria, falleció a la edad de ochenta y seis años, en una pequeña localidad rural de la provincia de Córdoba, de la que todo sea dicho, fue alcalde durante varias décadas.

Se levantó a las seis de la mañana, como era su costumbre. Se duchó, se vistió, se sentó en su sillón de enea y partió hacia la eternidad,  de forma discreta, como había sido la tónica de toda su existencia.

Lo velamos en su casa, conforme a los usos sociales rurales que ya daban sus últimos coletazos. Señoras del pueblo lo amortajaron, ya que era viudo y ninguna mujer de la familia había disponible para tan nobles menesteres.

La funeraria se personó con una especie de caja mortuoria, que enchufada a la red eléctrica, mantenía al finado a la temperatura ideal para no descomponerse en demasía antes del funeral. Disponía de una luz, que una vez accionada iluminaba la cara del cadáver. Recuerdo especialmente el momento de pasar a mi abuelo de la cama a la caja refrigerada. Fue muy duro. Era la constatación visual de su fallecimiento.

La casa era una feria. Gentes de la localidad entraban y salían a todas horas. Algunos se limitaban a dar el pésame y se marchaban, pero otros se quedaban a hacer compañía, a velar al finado de verdad.

Antoñita llegó sobre las ocho de la noche. Era una Señora de unos sesenta años de edad, bastante alta para la generación a la que pertenecía. Encendió la luz del ataúd refrigerado, se santiguó y  se sentó en primera fila, junto a mí. Empezó a contarme que le echaba al cocido una hoja de yerba buena, pero solo una, y que le daba un sabor inmejorable.

Transcurridos unos minutos, me relato lo que le aconteció a la tierna edad de ocho años. Un insólito mal la acechó. La mantuvo encamada casi seis meses y finalmente los médicos la desahuciaron,  limitándose a esperar la llegada de la parca más pronto que tarde... Su madre le hizo un vestido blanco, su mortaja, para que estuviera bonita en el seol y lo colgó en la puerta del armario, para que ella pudiera verlo. No se separaba de ella, y lloraba a todas horas.

Una mañana cualquiera, apareció en la aldea un extraño tipo. Tenía pinta de andrajoso. Ropas viejas y sucias, barba y cabello descuidados... Pero por otra parte, desprendía candidez, luz. Sus palabras eran sabías. Los vecinos pronto le dieron de comer, antes la vida era de otra forma. Hablaba de Dios, del cielo, de los santos y de una forma que reflejaba, al parecer, un profundo conocimiento.

Fue conocedor de la situación de Antoñita y fue a visitarla, acompañado de un amigo de la familia. Entro en la habitación de Antoñita. Le sonrió y comenzó a hacer una especie de cruces en su frente y en su pecho, mientras murmuraba unas palabras inteligibles.

Salió de la habitación y habló con su madre, diciéndole: "Dios la va a salvar, tranquila. Solo necesita comer un poco de jamón". La madre se quedó estupefacta. Entró a la cocina para darle un trozo de tocino y un poco de pan al extraño, pero cuando salió no estaba. Fue rápidamente a la puerta. Increíble, había desaparecido. Se había desvanecido, esfumado. Nadie volvió a verlo jamás.

La madre de Antonia estaba muy contenta. Tenía esperanza después de mucho tiempo. Tenía esperanza, pero no tenía jamón. En aquella época, dura postguerra, no había mucho jamón que digamos.

Se acordó de D. Antonio, el Alcalde. El sí tenía jamón, hacían una buena matanza todos los años. Con algo de vergüenza fue a casa de mi abuelo y le expuso la situación.

Salió de la casa con sus lonchas de jamón y poquito a poquito, se las fue dando a su hija.  Y aquí está Antoñita, velando conmigo a mi abuelo. Me cuenta que nunca más ha enfermado y que reza el Rosario todos los jueves por la tarde, en agradecimiento al altísimo.

Le pregunté por el nombre del extraño que la salvo, pues ya sabéis que no creo en las casualidades. Me dijo que nadie lo supo, que ella le llamaba el hombre santo. El hombre santo del jamón, añadiría yo...

Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.


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