Un aquelarre en el camino
No soy una persona pía, lo he de
reconocer sin rubor alguno, pero tampoco soy ajeno al hecho religioso, moral o
espiritual.
Nos hemos de retrotraer a
primeros de diciembre de 2010, cuando por fin los astros se alinearon de tal
suerte que pude emprender el Camino de Santiago, una de las innumerables
asignaturas pendientes en mi irregular e imperfecto recorrido vital. Era una empresa,
está, que me apasionaba, desde siempre, desde niño, desde que tuve conocimiento
de tan singular iniciación. Había leído y releído hasta la saciedad un
manuscrito del año mil, en el que una noble francesa narraba en primera persona
su periplo por este popular sendero desde tiempos inmemoriales, acompañada de
singular corte, por supuesto.
Solo disponía de cuatro días,
tres quitando el tiempo de desplazamiento hasta las mágicas tierras gallegas,
por lo que decidí realizar el Camino Primitivo, partiendo desde Lugo.
Llegué a Lugo prácticamente de
noche. Localicé el albergue, vacío por las propias fechas. Dejé el equipaje y
paseé por la parte vieja de la ciudad. Un sentimiento de felicidad, de
plenitud, de familiaridad, me invadió de forma casi instantánea. Tampoco es de extrañar, pues
en mi bendita mezcla de sangre, adoro los mestizajes, la gallega ocupa una
cuarta parte. Estaba en casa, si. Me tomé un par de cervezas y pronto estuve
durmiendo un placentero sueño.
A las siete de la mañana, tras
un café y un poco de zumo de naranja, comencé mi camino. El paisaje era
embriagador. Pronto deje atrás la ciudad y me adentré en el campo. Pasé por una
extraña y minúscula aldea, parroquia como las llaman allí, que me maravilló y
que me sorprendió a partes iguales. A ambos lados del camino daban las lápidas
de un cementerio. Exacto, el camino transcurría por mitad del cementerio y las
lápidas estaban dispuestas a forma de escaparate. Reflexioné sobre el asunto y
concluí que no era mala cosa esta, no era cuestión baladí, pues vida y muerte
están tan íntimamente unidas como sol y luna.
El cansancio comenzó a hacer
mella sobre todo en mis malogrados pies, talón de Aquiles, nunca mejor traído,
de este su humilde su servidor.
El medio día caía ya, y junto a
él, una ligera pero persistente nieve hizo aparición. Primero me provocó gozo,
y poco después desazón. Pasé con más pena que gloria la localidad de Palas de Rei, puerto de montaña como después averigüé. Tuve tentaciones de buscar
posada, pero se apoderó de mí ese espíritu tan de guerrilla que tiene todo español
de bien, que se crece ante la adversidad, de una forma verdaderamente estúpida
muchas veces.
La nieve dificultaba ya mis pasos, por profunda,
y la noche se abría paso ganando terreno, poco a poco, al sol que carecía ya de
fuerza para continuar la repetitiva contienda que desde hace milenios tiene a
diario con la luna.
Mi guerrillero espíritu dio
paso a cierta desazón, cierta sensación de, joder, me sorprende la noche y la
nieve en medio de ningún sitio, hermoso, sin par paisaje, pero carente de
medios para mí protección.
La sensación se torno hecho
cierto. No se veía el camino, si es que aún continuaba sobre camino alguno. La
luna, robando la luz a su eterno enemigo, lucia ya en el firmamento. La nieve
llegaba a mis rodillas, doloridas ya tras unos cuarenta kilómetros de camino,
gran parte en pendiente, sin descanso y sin alimento alguno desde el referido
en la mañana.
Tenía que tomar una decisión, y tomarla
rápido. La tormenta de nieve arreciaba y me encontraba perdido en un bosque.
Comencé a pensar que quizás sería mi bella tumba, mí sin par panteón. Comencé a
pensar que me encontrarían muerto, ausente de ánima, al día siguiente, o quizás
al otro, cuando la nieve dejara entre ver mi cuerpo, como una piel de
serpiente, carente ya de cualquier atisbo de vida.
Decidí buscar abrigo mientras
las fuerzas aún me acompañaran. Localicé un robusto tronco de árbol, con una
pequeña oquedad. Cogí algunas ramas de aquí y allá. Dispuse el poncho que
llevaba sobre las mismas. Poco más podía hacer. Desenrollé el saco de dormir,
me introduje como pude y me encomendé a toda la corte celestial, ancianos, ángeles
y arcángeles incluidos. Mi último pensamiento consciente fue para Jacobo, para
Santiago Apóstol, y caí rendido.
Era como un jolgorio. Cómo una reunión de
alegres jóvenes en una terraza de cualquier bar de cualquier esquina de
cualquier ciudad española. Risas, alguna voz más alta que otra, susurros,
cuchicheos... Abrí los ojos lentamente. Me vi cubierto de nieve. Mi cuerpo
estaba entumecido, casi inerte. Pronto recordé donde me encontraba. La
oscuridad era total. Bueno, un momento, casi total. Si allí, en el claro del
bosque. Unas tenues luces se movían, trazando una especie de círculos. No había
duda, de allí provenía el sonido, las voces. Cómo pude, me levanté. Temblaba
como un niño asustado. Con la ayuda de una rama me acerqué caminando a las luces.
Mis pies eran cuchillos, no podía dar un paso. Cogí un puñado de nieve de una
rama, estaba sediento. Blanca y pura nieve que me supo ambrosía.
Al acercarme las vi. Tres jóvenes
doncellas, como Dios las trajo al mundo, danzaban felices y despreocupadas
alrededor de un pequeño pero apetecible fuego. Reían, cantaban, gritaban...Tuve
que frotarme los ojos. ¿Un aquelarre? ¿En el año 2010? ¿En medio de un nevado
bosque? ¿En diciembre? No daba crédito. Me asaltó la duda. Pedir ayuda o no. ¿Y
si las asustaba? Escaso miedo podía inspirar yo en tales circunstancias, más
bien pena, incluso ternura. Mi situación era desesperada, no tenía otra opción.
No exento de vergüenza, me mostré ante ellas. Lejos de asustarse, bailaron
entorno a mí, sin perder ni por un momento su adorable sonrisa. Intenté hablar
con ellas, pero no me escuchaban, no dejaban de cuchichear y cantar. No podía
entender lo que decían, su lenguaje era del todo nuevo para mí. No era Gallego,
eso sí lo sabía. Me rodearon con una manta de confortable lana. Me sentaron en el
suelo. Me descalzaron y untaron una suerte de barro, de aspecto graso, sobre
mis pies. En un bonito cuenco de madera, labrado de forma artesanal con unas
inscripciones extrañas, me ofrecieron un agradable brebaje, cuyo sabor
predominante era la cayena. Una de estas anónimas ninfas empezó a manipular mi
pecho, momento en el que empecé a ver de forma borrosa. Nada más recuerdo.
Cuando abrí nuevamente los ojos, el sol
calentaba mi cara. Me encontraba dentro del saco de dormir, en el precario refugio
que había podido construir en tan adversas condiciones. Me levanté, y me
dispuse a buscar el camino. Un sueño, quizás provocado por una incipiente y
fugaz fiebre. O fruto del cansancio. La nieve había bajado bastante. Serían
cerca de las doce de la mañana, por la altura del sol. Una furgoneta pasó por
el camino. Le hice señas al conductor, que amablemente se detuvo y me permitió
subir al vehículo. Le conté mi periplo, no el sueño, eso no. Me llevó hasta la
localidad de Melide, famosa por su feria del pulpo, acontecimiento gastronómico
digno de visitar sin duda. Repuse fuerzas. Cerveza, pulpo, navajas. Busque un
alojamiento. Nada de albergues, un hotel, me lo había ganado. Puedo decir sin sonrojo
que me di el mejor baño de mi vida. Reflexioné sobre la increíble fragilidad
del ser humano, frente al ilimitado poder de la naturaleza. Primera enseñanza
de mi iniciático camino. Salí de la bañera y me asomé al espejo. Un escalofrío
recorrió mi cuerpo. Mi pecho. ¿Un dibujo? ¿Un tatuaje? No era posible...Pero
como, ¿La inscripción del cuenco? Incluso unas lágrimas hicieron aparición en
mis mejillas. No había sido un sueño. Alguien me había dibujado esa extraña
inscripción en el pecho, eso era indudable. Y eso no era todo. Mis pies. No me
dolían. No había rastro de ampolla o herida alguna. Vívidamente vinieron a mi
mente los recuerdos de aquellas jóvenes. Eran reales, pero ¿quiénes eran?
Llegué a Santiago. Abracé al
apóstol. Otra vez las lágrimas. Regresé a mis quehaceres habituales y no tardé
en recibir la segunda enseñanza de mi iniciático camino. No acaba. El Camino de
Santiago jamás acaba. Continúa dentro de ti, el resto de tus mortales días. Continúo
investigando y aprendiendo las lecciones que algo o alguien sembró en mi
corazón. Buen camino, amigo, buen camino...
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