Las ocho menos veinte pasadas

Las ocho menos veinte pasadas… no, ya no vendrías. La estación se me caía encima, quizás hubiera sido lo mejor. La culpa no es tuya. No creo que disfrutes partiéndome el corazón. Puede que solo sea un Don, todos tenemos alguno.

Pagué los dos cafés y el agua con gas. No estaba trabajando, no había necesidad de pagar con antelación. Me levanté, tiré el paquete de Camel blando, hecho un gurruño, al suelo, y me marché caminando lentamente… tirar al paquete al suelo no está bien, pero son ciertas licencias que me permito cuando me siento contrariado.

Cuando salí por fin de la estación, encendí mi último cigarro. No lograba entender muy bien el porqué. Seguro que había una razón de peso, pero al final, el que sufría siempre era yo. “Mal negocio amigo”, me dije. Pero no nos engañemos, no soy un empresario, y en cuestiones de amor, menos aún.

La noche gobernaba ya la ciudad. La mayoría de los mortales tenían frio a estas alturas del otoño, pero yo caminaba plácidamente con una simple camiseta marino de manga corta. ¿Por qué no podía dejarte? Me lo había preguntado muchas veces.

 Lo cierto, es que no podía evitar sonreír cuando pensaba en ti. Era algo inmediato. Nunca me habías querido cambiar. Eso para mí cardinal. El verdadero amor no debería pretender cambiar a las personas. No debería pretender arrancarlas de su entorno y mucho menos pretender que su vida anterior hubiera sido una broma, un mero ensayo. Eso, eso no es amor. Eso es otra cosa. Es manipulación, es anulación, es crear dependencia, es faltar al más básico de los respetos… eso debería llamarse desamor.

Caminaba calle arriba. Quería enfadarme contigo, pero joder, no podía. Eso es algo que tampoco entendía. Mi carácter dictaba mucho de ser afable. Mis formas no solían ser las mejores, pero contigo, contigo era distinto. No me preguntes porqué, no sabría que responderte.

Por fin llegué al Savoy. Bajé las escaleras, aun desanimado. Solo empujar la puerta de madera y cristal biselado, me animó ligeramente. Pisar la moqueta negra, respirar ese olor tan particular, parecido al de una sala de cine de los ochenta… solo eso deberían cobrarlo, pero no, en Savoy era gratis. Me senté en uno de los taburetes de la barra, en mi esquina predilecta.

El camarero, mi querido Carmelo, en cuanto me vio entrar se dio cuenta. Era uno de esos días en los que no tendría que darme charla. Me saludó como siempre, discretamente, y directamente me sirvió un White Label con hielo.

Puse el teléfono en la barra… sin noticias de Dios. Abrí un paquete de Camel blando y me encendí un cigarrillo. El Savoy era uno de los últimos locales decentes de la ciudad en los que aún se podía fumar. Una especie de reserva espiritual de la capital.

El primer trago de un whisky es impagable. Sin duda el mejor. Ese líquido de tacto aterciopelado, sabor áspero, fuerte, pasando por la garganta… uno de los placeres más sublimes para cualquier crápula que se precie. Ya me encontraba algo mejor, estaba acostumbrado a tus desplantes, tanto a los que hacías de forma consciente, como a los que hacías sin percatarte. El caso que es que mi corazón siempre acababa jodido. Lo único bueno de todo esto, es que las células que conforman el corazón están altamente especializadas, y tienen una capacidad de renovación asombrosa. Dios está en todo, no es tan cabrón al fin y al cabo.

Plenamente abandonado a los placeres del alcohol y la nicotina, pensé en ti, en nosotros. No te lo tendría en cuenta. El plantón estaba ya olvidado. Ahora pensaba en etiquetas. Nos encanta poner etiquetas a todo. Bueno, malo, conveniente, correcto… ¿Qué éramos nosotros?, ¿Teníamos ambos el mismo concepto de nuestra relación? Me reí a carcajadas. Carmelo, mi camarero preferido, me miró y sonrió levemente, él todo lo hacía de forma elegante.

Apuré el whisky. Dejé diez euros en la barra y me marché caminando lentamente, como abandoné la estación. Continué riendo por la calle. Algunos transeúntes me miraban con cierto asombro. Yo seguía pensando en las etiquetas… un mierda, eso es lo que me importaban a mí las etiquetas.


Llegué a casa, solo. Cene algo frugal, solo. Me acosté, solo. Me levante, solo. Un cigarro y un café… si, solo también. ¿Solo? La primera sonrisa del día. “Solo” no es más que una etiqueta, y a mí, las etiquetas, me importan una mierda…
Fotografía: Gema Benito. Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.

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