La muerte mala
Paseaba yo como de costumbre, a la caída
del sol, cuando el calor por fin remitía y dejaba paso al fresco que nacía al
amparo de luna y estrellas.
Conocía el camino, o eso creía,
lo que me permitía pasear completamente entregado a mis pensamientos. Unas
veces pensaba en hechos pasados. Felices algunos, tristes por nefastos, otros.
Otras veces, focalizaba mis pensamientos en un futuro más o menos cercano. En
la cosecha, en arreglar el vallado del establo... De forma excepcional,
meditaba sobre temas trascendentes. Sobre la muerte, sobre Dios, sobre el
alma...
Aquella tarde, mis pensamientos
estaban dedicados a una de mis vacas preferidas. Aún la recuerdo. Era una buena
vaca, que digo buena, era excelente. Se llamaba Demonia, a pesar de ser muy
buena. Paradojas de la vida.
Cuando pasaba por las ruinas de
la casilla del tío Pedro, oí un ruido que no me era familiar. Me recordó al
ruido que hace un cabo que amarrado a una barca, se tensa y destensa con el
devenir de las olas. Sí, eso era lo más parecido. El problema es que la mar se
encontraba a más de cuarenta kilómetros.
Me detuve y presté atención,
con más curiosidad que miedo...ahí seguía. Continuaba. El quejido de un cabo
que se tensa y se destensa, no podía ser otra cosa.
Subí los viejos escalones de la
casilla del tío Pedro, o lo que quedaba de ellos, pues el sonido provenía de la parte trasera, donde
antaño se ubicaba el patio. Con sigilo, continúe acercándome a ese extraño
sonido...
Cuando subí por fin el repecho,
contemplé el origen de tan misterioso sonido. Contemplé con espanto, quería
decir. Sin temor a equivocarme, lo que vieron mis ojos ha sido con mucho, la
peor imagen que han capturado mis, viejas ya, retinas.
Desde el respeto y el temor a
Dios, explicaré con la torpeza de un hombre de campo, entregado al terrón y al
ganado desde los seis años, la terrible escena que se me presento: Era como un
pelele. Cómo un muñeco de trapo. Su cuerpo oscilaba a merced del viento. Soga
al cuello, en el viejo roble del tío Pedro. En lo que otrora fuera un patio de
casa humilde. Sus pies estaban verticales, con las puntas de las zapatillas de
deporte que llevaba, muy deterioradas ya, apuntando hacia el suelo. Sus piernas
desnudas, parecían dos mástiles, acunándose a ritmo de un oleaje muy tímido.
Sus brazos y sus manos tenían una caída antinatural, que nunca había visto
antes en ningún vivo. Su gesto, lo más terrible. Sus ojos parecían mirarme
directamente, acusadores. Su boca, torcida, mostraba una maligna mueca, con la
lengua asomando, como queriendo huir. Su rostro, abotargado, produjo una suerte
de sensaciones nuevas para mí. Por un lado, pavor. Pavor de mirar cara a cara a
la muerte, sin medias tintas. Había visto muertos con antelación. A mi abuelo
Antonio, que en paz descanse, a mi tía Amparo, que murió de empinar tanto el
codo, al pobre Eduardo, tan joven. Pero esa muerte que había visto con
anterioridad era buena. Una muerte buena. Ahora lo sabía. Esta muerte que ahora
contemplaba era mala. Maligna, antinatural.
Otro sentimiento que me asaltó,
que me poseyó sin contemplaciones, fue el de fracaso. De fracaso rotundo.
Entristeció mi corazón y mi alma. Las lágrimas salieron de mis ojos a saludar
al finado. Pensaba en la criatura que yacía frente a mi. ¿Cuánto no habría
sufrido?, ¿Por qué nadie le había ayudado? Muy mal tendría que estar para
ajusticiarse de esa forma, transformando el viejo roble del tío Pedro en un
cadalso para pobres.
Lo que vino después ya lo
imaginareis. La Guardia Civil. El Señor Juez. Don Bonifacio, el Médico del
pueblo, que por cierto este último ignoró a qué fue, porque el finado estaba
muerto muerto, tan remuerto que yo diría que olía y todo.
Yo continúe con mis paseos. Los
adelanté un poco, eso si. Cuando pasaba por la antigua casilla del tío Pedro,
me entraba un no se qué, no miedo, algo raro, como un malestar. Imagino que
cuando un vivo se encuentra cara a cara con la muerte mala, no quiere volver a
ese sitio.
Ahora, a veces, cuando paseo
entregado a mis pensamientos, me parece oír a lo lejos el quebranto del cabo.
Acelero un poco el paso y no miro hacia a tras, por si acaso. Doña Tránsito, la
viejita que le reza a las culebrillas para curarlas, me dijo que me andara con
ojo, que había mirado a la muerte a la cara y eso lo llevaba ella mal. No
quisiera ser yo el que le haga el caldo gordo a la muerte mala...
Pepe Desastre. Todos los derechos reservados. |
Pepe me has dejado Ojiplatica. Bravo, excelente. Deseando poder terminar un asunto para poder dedicar el tiempo que merece tú blog. Prometo compartir.
ResponderEliminarPilar Espinosa
Muchas gracias por tus inmerecidas palabras Pilar!!! me alegra mucho que te guste, gracias por leerme!!!
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