Allí en el Carrusel

Allí en el Carrusel cambió mi vida. No fue justo, no tenía edad, si es que existe alguna edad idónea para eso. No era solo dolor emocional, no. También era un dolor físico, real, tangible. Yo siempre lo he comparado con cristales. Es como si el dolor se hubiera cristalizado en mi corazón y a cada paso, a cada latido, me recordara que estaba allí, gobernando mi vida. Torturándome, haciendo de mi existencia un aciago infierno.

Fue la tormenta perfecta. Se unió el inmenso dolor de la pérdida de mi hermana, pérdida literal, desapareció, se esfumó, se evaporó... con el dolor que produce la culpa. La culpa es jodida. Es como vivir con un lobo que no te mata, pero te va mordiendo una y otra vez, apretando sus fauces y moviendo con violencia su cabeza, para hacer un daño profundo.

Aquella navidad yo tenía once años. Mi bella hermanita, seis. Era la alegría de la casa. Mis padres la adoraban, sobre todo mi madre. Era su muñequita. Tan repipi, siempre con sus vestiditos y sus lacitos, tan pizpireta...no paraba...no paraba hasta que nos la arrebataron en el Carrusel. Mis padres nos subieron a la atracción. Yo no quería, me veía mayor para ese tipo de cosas...mayor... me encargaron que estuviera pendiente de ella mientras ellos compraban unas hamburguesas.

Ocurrió en un momento. Se levantó un vendaval, con polvo y granizo incluido. Pararon el Carrusel. Todos los papás fueron a recoger a sus hijos. Yo intenté acercarme a mi hermana, entre el bullicio. Lo vi claramente, la policía nunca creyó mi versión... un señor trajeado, con un peluche de un oso, se acercó a ella. Le dio la mano. Nunca olvidaré su mano. Era blanca, blanca como la nieve. Se perdieron entre la multitud...

Acudí a mis padres con desesperación. Mi padre me grito, incluso me levantó la mano. La buscamos por todas partes...empezó el infierno. Nunca la encontramos...

Han pasado ya cuarenta años. El dolor, ese combinado tan calvinista de culpa y desprecio por mí mismo, nunca ha cesado.

Me casé, no tuve hijos. Hace unos meses mi mujer se marchó con un tipo...de un día para otro...se ve que las desgracias ocurren siempre así, sin avisar. Dos meses después, me detectan esa maldita enfermedad que prefiero no nombrar. Menos de dos años de vida...

Está claro, que por cualquier circunstancia, mi existencia tiene que ser así, una existencia de sufrimiento, de intranquilidad, de pesadillas, de no disfrutar...

Cincuenta años, difícilmente llegaría a los cincuenta y dos. Sin pareja. Sin hijos. Sin padres. Sin hermanos...tomé una decisión. El tiempo que me quedara de vida, lo dedicaría a buscar a mi hermana. Si, parece descabellado, después de cuarenta años, pero no tenía nada que perder. Al fin y al cabo, ese episodio había marcado mi oscura existencia.

Me habían dado la baja médica. No tenía problemas de dinero a dos años vista. Vendí el coche. Compré una moto, una Harley, una de mis pequeñas ilusiones vitales. Ese mismo día me emborraché, me hice un tatuaje horroroso de una calavera y acabé en uno de esos club de putas honradas, putas que van por derecho y te dicen, antes de nada, lo que te va a costar la fiesta. Sin sorpresas, sin puñaladas por la espalda.

A la mañana siguiente, cuando me levanté, me quería morir... que ironía. Compré un GPS para la moto, unas maletas de viaje y marqué mi primer destino. El recinto ferial donde me quitaron, delante de mis narices, a mi querida hermana. 430 kilómetros por delante. No estaba mal. El recinto ferial continuaba existiendo, si bien llevaba cerrado más de veinte años.

Llegué a última hora de la tarde. El viaje en moto fue bastante duro. Tenía las espalda jodida, pero ya me ocuparía de eso más a delante. Desde fuera, el recinto ferial parecía un escenario de película de terror...muy apropiado...

No había vigilancia. Aparqué la moto tras unos arbustos y me dispuse a saltar la valla. Primer susto, no me abrí la crisma de milagro, no estaba especialmente en forma y la espalda me estaba matando...

Cuando me acerqué al Carrusel, mi corazón, con sus cristales clavados, se aceleró. Me pareció verla montada en uno de esos tristes caballos, con su vestidito de lunares de colores y su cabello rubio y ondulado.Por un momento pensé que me iba a desmayar. No lo había vuelto a ver desde aquel maldito día, al menos no en directo. En mis pesadillas, era un lugar recurrente.

No se que diablos buscaba. No era un detective o un policía, era un puto contable de banca. Lo revisé de arriba abajo y apareció. Un crujido en el momento exacto me hizo mirar. Una trampilla en el suelo. Seguramente solo escondería parte del mecanismo de la atracción, pero no perdía nada. Me costó trabajo forzar el candado, como he dicho antes no estaba especialmente en forma, pero lo conseguí con la ayuda de una barra metálica que pesaba casi tanto como yo.

Respiré hondo y abrí la trampilla... ¿Unas escaleras? ¿Qué demonios hacían unas escaleras allí en el Carrusel?

Continuará...


Fotografía: Gema Benito. Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.



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