Allí en el Carrusel 5
Nunca había sido precisamente un latin lover, pero estos últimos días, desde que me dieron el billete hacia el otro lado, algo había cambiado. La fiesta se acababa. La campana de "última copa" había sonado. Dos años. Dos putos años es lo que me daba de vida la Doctora.
- ¿Cómo te llamas? Pregunté a la camarera.
- "Carlota", me contestó, manteniendo esa bella sonrisa.
- ¿Qué me recomiendas que pida? y una cosa, ¿Algo del menú incluye un café contigo?... No me podía creer lo que le había dicho. Me arrepentí al momento y creo que se me notó. Ella río y me contestó mientras se marchaba algo que no pude entender, pero no parecía molesta.
"Joder Elliot, controla", me dije a mí mismo. Carlota volvió, y o eran imaginaciones mías o me estaba haciendo ojitos.
-"Toma vaquero, una cerveza. Te he pedido una hamburguesa especial de la casa, parece que arrastras hambre de días..." y soltó una carcajada, carcajada que acabó de conquistarme... no supe que contestar. A los pocos minutos me trajo un plato que incluía una gran hamburguesa, patatas, aros de cebolla...y una agradable sorpresa. Una servilleta con su teléfono.
Feliz, esa era la palabra. Una belleza, una mujer con mayúsculas me había entregado una servilleta con su número de teléfono. En mi existencia había perdido algunas oportunidades de ese tipo. Esta vez no ocurriría, nadie me esperaba en casa. "Gracias Dios", has sido muy cabrón conmigo, pero gracias por este detalle.
Di buena cuenta de todo el plato. Pedí la cuenta. Carlota ya no estaba. Guardé su teléfono en mi aburrida cartera de piel y me marché al Hotel.
Me sorprendió la imagen que reflejaba el espejo. Joder, estaba sonriendo. Me miré varias veces e incluso encogí la barriga un poco. No estaba tan mal. Me di una ducha rápida y me acosté un rato, recordando las pecaminosas formas del cuerpo de Carlota...
Desperté con un terrible dolor de cabeza, normal, me había metido un litro de cerveza y no estaba acostumbrado. Me acordé de mi mujer...espero que te estés divirtiendo mucho...tenía claro lo que iba a hacer.
Me arreglé un poco. Busqué entre la poca ropa que tenía. Un vaquero y una camiseta de Scalpers, una marca de ropa que había descubierto antes de emprender el viaje y culpable de que me tatuara una calavera estando borracho. Me perfumé. Cogí el teléfono y marqué el número de Carlota.
¿Carlota? Soy Elliot Echevarría, me has dejado tu número hoy escrito en una servilleta. Eres preciosa, por cierto...¿Eres preciosa? ¿Había perdido el oremus? Jamás me había comportado así. Ella río y me contestó que eso se lo diría a todas... A todas...si, seguramente. No había utilizado nunca esa frase, probablemente jamás se lo había dicho a mi mujer.
Quedé con ella en un bar de la ciudad. Me dijo que me gustaría, y no se equivocó.
Carlota estaba muy atractiva. Llevaba un pantalón blanco, zapatos de tacón y una blusa negra que hacía que sus ojos negros fueran aún más espectaculares. Era un local pequeño, muy marinero. Cerveza, tapas de pescado frito y poco más. Los parroquianos eran todos de la tierra, creo que el único forastero era yo. Fui nervioso, temía esos incómodos silencios que tan mal sabía manejar, pero ella, con su sonrisa y con su charla, me facilitó tanto la labor que olvidé todos mis miedos. Bueno, todos no. Una cosa me atormentaba, no contarle lo de mi enfermedad. Era absurdo, lo sé. Acababa de conocerla y no tenía obligación ninguna de mencionarlo, pero siempre me gustó conducirme con la verdad por delante.
Cuando llevaba ya un par de horas con ella, vino la pregunta. ¿Y tú qué haces en Salobreña, Elliot? No sabía si contarle la historia de mi hermana. En principio, quería llevar el tema con discreción. No tenía ni idea de investigar un secuestro, pero había leído mucha novela negra y sabía que una palabra mal dada podía tener consecuencias nefastas.
No se si fueron sus ojos negros, la cerveza, su sonrisa o la angustia que estrujaba sin pudor mi alma, pero comencé a contarle la historia de Julietta. Al principio rió divertida, pensando que se trataba de una broma, pero cuando se dio cuenta de que la historia era real, solo entonces, perdió su sonrisa.
Le conté todo, hasta el escabroso detalle de las cabelleras. No sabía que contestar.
-Elliot, no sé qué decirte. No sé nada de secuestros. Trabajaba, como te he contado, en una gestoría y desde hace unos meses soy camarera. ¿Por qué no acudes de nuevo a la policía?
-Carlota, para la policía no hay caso. Se trata de una desaparición más. En España desaparecen cada año cientos de personas. Han pasado cuarenta años, no moverán un dedo si no les entrego pruebas contundentes.
-Se me está ocurriendo una cosa. Tengo un amigo, un buen amigo. Es Detective Privado, tiene el despacho en Granada. Es de mi confianza total. Un buen tipo, un poco gruñón, pero quizás pueda ayudarte.
-¿Un Detective? puede ser buena idea. Estoy en un callejón sin salida, no se por donde tirar.
-Si te parece bien, lo llamaremos mañana. Se llama Clemente, Clemente Cuesta....
Continuará...
Quedé con ella en un bar de la ciudad. Me dijo que me gustaría, y no se equivocó.
Carlota estaba muy atractiva. Llevaba un pantalón blanco, zapatos de tacón y una blusa negra que hacía que sus ojos negros fueran aún más espectaculares. Era un local pequeño, muy marinero. Cerveza, tapas de pescado frito y poco más. Los parroquianos eran todos de la tierra, creo que el único forastero era yo. Fui nervioso, temía esos incómodos silencios que tan mal sabía manejar, pero ella, con su sonrisa y con su charla, me facilitó tanto la labor que olvidé todos mis miedos. Bueno, todos no. Una cosa me atormentaba, no contarle lo de mi enfermedad. Era absurdo, lo sé. Acababa de conocerla y no tenía obligación ninguna de mencionarlo, pero siempre me gustó conducirme con la verdad por delante.
Cuando llevaba ya un par de horas con ella, vino la pregunta. ¿Y tú qué haces en Salobreña, Elliot? No sabía si contarle la historia de mi hermana. En principio, quería llevar el tema con discreción. No tenía ni idea de investigar un secuestro, pero había leído mucha novela negra y sabía que una palabra mal dada podía tener consecuencias nefastas.
No se si fueron sus ojos negros, la cerveza, su sonrisa o la angustia que estrujaba sin pudor mi alma, pero comencé a contarle la historia de Julietta. Al principio rió divertida, pensando que se trataba de una broma, pero cuando se dio cuenta de que la historia era real, solo entonces, perdió su sonrisa.
Le conté todo, hasta el escabroso detalle de las cabelleras. No sabía que contestar.
-Elliot, no sé qué decirte. No sé nada de secuestros. Trabajaba, como te he contado, en una gestoría y desde hace unos meses soy camarera. ¿Por qué no acudes de nuevo a la policía?
-Carlota, para la policía no hay caso. Se trata de una desaparición más. En España desaparecen cada año cientos de personas. Han pasado cuarenta años, no moverán un dedo si no les entrego pruebas contundentes.
-Se me está ocurriendo una cosa. Tengo un amigo, un buen amigo. Es Detective Privado, tiene el despacho en Granada. Es de mi confianza total. Un buen tipo, un poco gruñón, pero quizás pueda ayudarte.
-¿Un Detective? puede ser buena idea. Estoy en un callejón sin salida, no se por donde tirar.
-Si te parece bien, lo llamaremos mañana. Se llama Clemente, Clemente Cuesta....
Continuará...
Fotografía: Gema Benito. Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.
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