Un encargo muy especial

Su padre nunca le golpeó. Jamás abusaron de él. Era un impulso innato, sin más. Desde pequeño lo había sentido. Con veintiún años la cosa se le fue de las manos y acabó en prisión. Por una parte resultó ser un alivio.

Cuando le detuvieron, no tuvo problema en reconocer sus atrocidades. Seis cruentos crímenes, más propios de una bestia que de un ser humano.

Su vida en prisión no fue mala del todo. Se graduó en Historia del Arte. Tuvo todo el tiempo del mundo para pensar. Ideó cientos de  formas distintas de matar, con todo detalle. Paso a paso...sin dejar ningún por menor al azar. Cada forma más elaborada, más cruel, pensada para producir el máximo daño posible a la victima...y el más sublime de los placeres para él. Estaba deseoso de poder ponerlas en práctica. No era tonto, sabía que tendría que esperar unos años desde que consiguiera la libertad condicional, con toda probabilidad le estarían vigilando.

El día llegó. Todo llega. Su familia lo había repudiado, lógico. No fue solo por las muertes. "Nuestro hijo es un demonio, es la maldad...", había repetido en varias ocasiones su padre a su madre. Aún así, le hizo un depósito bancario. Le informó un abogado que le visitó en prisión poco antes de salir. Podía liberar  una cantidad, más que suficiente para vivir, periódicamente. La única condición, no contactar jamás con ellos. No supuso un impedimento para el carnicero, así lo había llamado la prensa. No le disgustaba del todo, aunque no reconocía, ni de lejos, la calidad de su obra.

Alquiló un pequeño estudio en el centro de la ciudad. Tenía que visitar el juzgado todas las semanas. Los primeros meses no trabajó. De puro hastío, acabó abriendo un pequeño comercio de música, especializado en vinilos. Adoraba la música casi tanto como a la sangre humana.

Cuando llevaba un par de semanas trabajando, se presentó un extraño tipo en el local. No era el prototipo de cliente. Del Este, no muy alto, complexión fuerte, perfectamente trajeado y cara de pocos amigos. Dijo un seco "Buenas tardes", le entregó un sobre y se marchó.

El sobre era color hueso, tamaño cuartilla. Tenía un granulado exquisito y un delicioso olor a sándalo. Se detuvo a olerlo durante unos minutos antes de abrirlo. Se decidió al fin a abrirlo. Una pequeña carta manuscrita, escrita con pluma. Una caligrafía excelente pensó...y pluma...sin duda alguien con buen gusto.

Tuvo que leerla tres veces, estaba desorientado. ¿Cómo lo habían localizado? Sin duda un chivatazo del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria. Nadie sabía donde estaba, solo esos tipos grises del juzgado. Al principio pensó en marcharse, es esfumarse...pero lo pensó mejor. ¿Por qué no? podía ser su magnum opus, la guinda de su carrera.

El firmante de la carta, se autodenominaba General J. Se declaraba ferviente admirador suyo. No le quedaban, según decía, mas de tres meses de vida. La propuesta era sencilla. Quería asistir a una de sus "obras de arte". Como si de una obra de teatro clásico se tratara. No le importaba el sitio, las víctimas, la forma...lo dejaba a su criterio, sabedor de que se encontraba ante un genio.

El Carnicero se sintió vivo de nuevo. Esa quemazón tan especial había vuelto con fuerza a su interior...Sea...

El General J. residía en una preciosa casa palacio. Cuando el dinero y el buen gusto se alían, cosa que sucede pocas veces, el resultado es sublime. Iba en silla de ruedas. Vestía uniforme militar de gala. Una ridícula banda tricolor cruzaba su cuerpo. Su fiel sirviente, el tipo con cara de pocos amigos, no se separaba de él ni un instante.

Estuvo de acuerdo con el plan. Se montaron los tres en un elegante Bentley negro y fueron en busca de "los actores" para su obra final.

El Bentley, serpenteaba impasible por aquella carretera de montaña sin ningún tipo de esfuerzo. "Aquí es" dijo el Carnicero. Entraron en la finca. Estacionaron el vehículo frente a la casa. El sirviente se bajó primero. Montó la silla de ruedas y puso al General en ella. Lo cogió como si de una pluma se tratase.

Llamaron a la puerta. Un hombre joven, de unos cuarenta años de edad, abrió. Se quedó perplejo: Un militar octogenario en silla de ruedas, un tipo con cara de matón de barrio y un hombre pequeñito y demacrado con una sonrisa agradable.

¿Qué deseáis? El sirviente se adelantó. Sin mediar palabra le propinó un puñetazo en el estomago. El hombre, a pesar de su complexión fuerte, se dobló como la mantequilla ante un cuchillo caliente. El sirviente lo agarró del pelo y le propino un codazo en la mandíbula que hizo  que perdiera el conocimiento.

Cuando despertó se encontró atado a una silla. Los extraños habían despejado el salón. Un tocadiscos portátil estaba en funcionamiento. Sonaba una preciosa canción: "House of the Rising Sun" de la mítica banda "The Animals". Encima de la mesa principal habían puesto un cuchillo de submarinismo, una bayoneta, unos alicates antiguos...hasta una tosca figura de un escarabajo egipcio...

Su mujer y su hija se encontraban aterrorizadas, sentadas en un mullido sofá , tapizado con una elegante tela de Toyle de Jouy. El hombre pequeño y delgado se acercó al sirviente, entre risitas le susurró algo al oído.

El sirviente salió de la casa. En unos instantes volvió con una soga. Hizo un nudo corredizo y lo pasó por una de las vigas de madera que adornaban el techo del salón. Se dirigió a la mujer. Esta comenzó a chillar. la cogió del pelo y pasó la soga por su cabeza. Comenzó a tirar del extremo de la cuerda. La mujer ascendió hacia el techo con una velocidad pasmosa. La niña lloraba aterrorizada. EL padre gritaba fuera de sí, arrojando gran cantidad de saliva, como un caballo desbocado.

Ató el extremo de la cuerda a una  reja que adornaba la chimenea. La mujer comenzó a dar espasmos, llevándose las manos al cuello para intentar, inútilmente, liberarse de la soga. El espectáculo solo duró unos minutos. El General, en su silla de ruedas, miraba con cara de satisfacción. Su mano derecha comenzó a temblar...

El hombre bajito y delgado, rió de forma enfermiza. El cuerpo de la mujer se mecía colgado de la soga. Sus pies y sus manos colgaban flácidos, como si de una muñeca de trapo se tratara. El hombrecillo, El Carnicero, cogió la bayoneta. Se acercó a la mujer. Le arrancó el vestido. El  cuerpo seguía meciéndose, ya desnudo...le recordó a su madre meciendo la cuna de su hermano pequeño...le clavó la bayoneta en el estomago. Se colgó de ambas manos y una gran raja se abrió. Gran cantidad de sangre cayó sobre la cara del carnicero. Tuvo que quitarse las gafas, estaban tan impregnadas de sangre que no veía nada.

Introdujo sus pequeñas manos dentro del cuerpo. Comenzó a extraerle las tripas...aún estaban calientes. El sirviente contemplaba impasible. El General seguía con su temblor de mano, el marido encontraba ya fuera de sí.

"No me lo agradezcas" susurró el Carnicero al hombre. "Tu mujer no estaba invitada a esta representación".

El sirviente cogió a la niña. La puso sobre la mesa del salón. La chica no se resistió. Estaba allí, pero solo su cuerpo, su mente...su mente vagaba ya lejos...ató sus pies y sus manos a casa una de las patas de la mesa.

La sangre en la cara del Carnicero, ya seca, le provocaba una agradable tirantez. Estaba pletórico, fuera de sí...cogió los alicates. El padre se revolvía como una serpiente, gritando de forma desaforada...la niña continuaba estando sin estar...

Un sonido seco, metálico, como el que emite un llamador de un paso en semana santa. El dedo índice saltó hacia el suelo...fue arrancándole los dedos de las manos...uno a uno...la chica perdió el conocimiento.

El Carnicero recogió los dedos del suelo...se acercó al padre, se los puso junto a la boca. El padre lloraba, exhausto...mátala!!! por amor de Dios, mátala ya!!!

El General levantó su temblorosa mano...el Carnicero lo miró...el Sirviente, cogió el escarabajo egipcio de la mesa y estirando su fornido brazo, se lo mostró. Con voz firme y ese acento tan particular de los hombres del Este hablando castellano, exclamo: "Carnicero, ha llegado la hora... ha llegado la hora de cumplir ese encargo tan especial..."


Fotografía: Gema Benito. Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.




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