La otra niña muerta de mi querido poeta

Tenía un sabor metálico en la boca. El olor que percibía mi mente era como a humedad. Pero no una humedad cualquiera, una humedad de esas dañinas, de esas nefastas, de esas que producen un frontal rechazo en quien las percibe. Un zumbido permanente resonaba en mi cabeza, como una triste petenera. Mi visión era extraña. No sabría explicarlo. Es como si no reconociera las imágenes que veía. 

La niña estaba tumbadita en la cama. Su respiración era superficial. Sus bellos rizos rubios parecían ajenos al drama. Tenía sus ojitos cerrados. La madre lloraba compungida, loca. La vecina, esa señora mayor y oronda, estaba fuera de sí, insistía en vestirla, amortajarla, decía que luego costaría más trabajo. Blandía el vestidito blanco de organza, el que iban a utilizar para su comunión, como si de una puta bandera de paz se tratara.

El cura seguía con sus rezos, y el padre con su vino, maldiciendo la suerte de su amada hija y desafiando abiertamente, a grito pelado, a ese puto Dios, a ese puto Dios que le arrebataba a su preciosa hija, a su muñequita, a su tesoro...Hijo de la grandísima puta, tengo que matarte cabrón, a grito pelado, entre medio y medio de Montilla Moriles y faca en mano. Su compadre lo sujetaba y lloraba también desconsolado. Lo peinaba, lo abrazaba y lo besaba.

Yo me acerque y se la coloqué en el pelo. Una preciosa rosa roja, una rosa roja real, no como la rosa del Poeta que solo es una bella metáfora. Mi rosa era tangible, una rosa roja de uno de los rosales de la Luna. 

Así lo viví yo, desde dentro, no desde la ventana, en un barrio de Córdoba, y así lo cuento. La otra niña muerta, la otra niña muerta de mi querido Poeta...

Fotografía: Gema Benito. Texto: Pepe Desastre. Todos los derechos reservados.

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